Siempre estamos intentando cuantificarlo todo
y así, calculamos las horas que le dedicamos al trabajo, a la familia, a las
tareas domésticas, al ocio o a dormir. ¿Y el tiempo que invertimos cada día en
ir y volver del trabajo?. Si me consta que para determinadas circunstancias se
presume como tiempo de trabajo, pero para lo que viene al caso, no lo es.
¿Es un simple incordio, un tiempo perdido e
inútil, una auténtica tortura o una oportunidad para la reflexión? Pues supongo
que hay para todos los gustos o disgustos, pero es probable que para muchos de
nosotros suponga una buena porción de nuestras vidas.
Si lo que utilizamos no es el coche propio
sino los medios de transporte públicos nos encontramos con ventajas e
inconveniente en relación con el coche particular.
Veamos, conducir provoca estrés, pero esperar
en una parada de autobús, metro o tren a que éste llegue también. En el primer
caso se requiere un mayor grado de atención y alerta que obliga a nuestro
cerebro a espabilarse antes. En el segundo se requiere un mayor esfuerzo físico
para ganar el espacio necesario en el que apoyar los pies y vencer la natural
resistencia de los que ya han conseguido la posición antes que tú. Si puedes
librarte de lo peor de la hora punta en los dos casos se consigue una notoria
mejoría, aunque en este caso gana el conductor. El sufrido usuario del
transporte público aunque tenga espacio suficiente a su alrededor o incluso
haya ganado plaza de asiento puede ver su comodidad comprometida por los
compañeros de viaje que le toquen. Conversaciones que a esas horas de la mañana
siempre parecen producirse en un tono demasiado alto, el ritmo machacón que se
escapa de los auriculares del que va a tu derecha o aquel que llevas sentado
enfrente que no se ha dado cuenta de que no se encuentra en el sofá de su casa.
Por otro lado el transporte público te brinda
la oportunidad de intentar un somero estudio antropológico en cada viaje a base
de observar comportamientos, atuendos y actitudes.
Los más madrugadores que buscan cualquier
apoyo para echar una cabezadita, los que no paran de hablar por el móvil o de
mover los pulgares sobre él, los que llevan entre las manos un periódico o un libro,
cada vez menos de papel y más electrónicos, los que aprovechan para estudiar,
para corregir exámenes, para maquillarse o para comer algo. Muchos son los que
no hacen nada especial y les resulta más difícil encontrar acomodo para las
manos y para la mirada, que excepto que tengas ventanilla y algo que mirar a
través de ella, debe vagar de un punto a otro sin pararse en nadie en concreto
durante mucho tiempo.
Desde evaluar la conveniencia de un tinte, el
estilo de un corte de pelo o el trabajo de un peinado muy elaborado a hora tan
temprana, hasta hacer un estudio de los distintos tipos de calzado (en
determinadas épocas puedes encontrar unas sandalias veraniegas al lado de unas
botas forradas de borreguito), pasando por calcular cuántos no llevan pantalón
vaquero, todo puede ser digno de estudio.
El problema es que cuando el viaje se hace dos
o mas veces al día, cinco días a la semana, durante digamos unas cuarenta y
ocho semanas al año, y no digamos ya durante cuantos años, te cansas de los
estudios antropológicos y del paisaje y de las listas y de los propósitos. Por
eso yo, como usuaria veterana del transporte público, me encuadro en el grupo
humano que distrae ese tiempo con un libro en la mano. Es de hecho uno de los
escasos momentos del día que puedo dedicarle a los libros.
Si las circunstancias no favorecen la lectura
(dícese de la imposibilidad física de sacar y sostener un libro provocada por
la acumulación de cuerpos que se ven obligados a compartir vagón en estrecha
compañía) mi maltrecho cerebro privado de lectura tendrá que optar en primer
lugar por maldecir la causa (sea ésta cual sea) que me impide dar rienda suelta
a mi vicio y después, sin ningún orden especial, pueden empezar a darse todas
las demás posibilidades ya nombradas, quedando generalmente en último lugar,
agotadas todas las demás, la del estudio antropológico, más o menos detallado,
en función del tiempo que dure la aglomeración y de la densidad de ésta.
¿Creéis después de todo lo expuesto que estos periodos son tiempo perdido? Yo diría
que no. Seguramente las listas hechas mentalmente se borren sin dejar apenas
huellas, los propósitos no pasen de la puerta de la oficina, del taller, del
colegio, de… donde sea que llegues, quizá consigas hacer alguna llamada, aunque
seguramente la más importante e imprescindible se te olvide por completo, tampoco
el estudio y observación del prójimo acabará en alguna conclusión medianamente
digna de ser nombrada, pero llegarás al trabajo con la cabeza despejada por
efecto del entrenamiento previo y los nervios y el estrés de la conducción o de
la lucha cuerpo a cuerpo te habrán preparado para enfrentarte a todo lo que te
depare la jornada laboral.
A la vuelta es otra cosa, con el paso y el
peso de las horas nuestro cuerpo y nuestro espíritu es menos proclive a
considerar ese periodo como tiempo útil. De forma recurrente es el
momento en el que yo me pregunto por qué aún ningún cerebro privilegiado ha
sido capaz de inventar y desarrollar la teletransportación.
En fin, que mientras eso no sea posible y me
temo que los nietos de mis nietos tampoco asistirán a semejante prodigio, no
hay otra que volver a repetir la experiencia. Si bien el menú de pensamientos sublimes
presentará algunos cambios en relación con los matutinos, seguro que su utilidad
sigue siendo vital para el buen desarrollo del día. Y la lectura tanto de ida como de vuelta, para quien
pueda permitírsela, no solo hará llevadera la necesidad de trasladarnos de un sitio a
otro sino que incluso se tratará de un tiempo de evasión y disfrute entre las
distintas obligaciones diarias.
Que sí, que para pensamientos sublimes ya tenemos
el baño y para leer, como en el sofá de casa, en ningún sitio, pero es que esta
mañana no he podido leer en el tren y esto es lo que ha dado de sí el viaje.