Yo me dispongo a tomarme algún que otro cafetito mientras tecleo, intentando pensar con cada sorbo y escribir entre uno y otro disfrutando de un momento especial en el que pueda volcar ideas, opiniones, sobre libros, música, imágenes, dar rienda suelta a algún que otro desvarío, desahogar algún grito, espero que también algo de humor, a través de esta gran ventana virtual.
Abierta queda. Si alguien quiere tomarse un café conmigo bienvenido sea.
Convivencia
reforzada... ¿mas roce hace más cariño o produce más desgaste? ¿Más tiempo
para el sexo o para discutir? O quizá haya suficiente para las dos
cosas. ¿compartir los malos momentos une más que compartir los
buenos?
Tanto
tiempo en casa... ¿Le dará a la gente por pensar entre tanta oferta
de entretenimiento por Internet? ¿Entre mensaje y mensaje, meme y meme, vídeo, audio, consejo, noticia, recomendación? ¿Servirá para algo positivo
pasar por todo esto?
Dicen que aburrirse no es tan malo, que se
genera espacio para la creatividad y el pensamiento. Desde luego está
demostrado que para el ingenio humorístico ha sido como un motor a propulsión. Yo aún no he tenido tiempo para aburrirme, quizá
porque pensar ocupa mucho espacio y mi cabeza no puede parar, aunque no llegue a ningún sitio, ni por supuesto cree nada ni bueno, ni regular. Pero... en
un rato como perdido, entre limpiar las puertas de casa y la hora de
la comida, aquí estoy, escribiendo en el móvil (porque es lo que me pilla a mano) de cualquier
manera, soltando preguntas al aire, o ¿a mí misma?
Escribir es como
bailar: un desahogo. Uno físico, el otro mental. Yo estoy recurriendo a uno y a otro casi con el mismo ansia.
No sirven de mucho pero sientan bien. Me sientan bien.
Ha sido un impulso, como lo que he ido escribiendo estos días tan extraños, tan imprevistos. Esta situación para la que no estábamos preparados. Y he sentido la necesidad de pasar de nuevo por aquí, después de tanto tiempo, a tomarme un café tranquilo, para descargar un poco el aluvión de sensaciones que no acabo de digerir. Me encantaría encontrar viejos o nuevos amigos y tomarlo juntos. Quizá resulte un café un tanto amargo. Quizá no sea una conversación amable, quizá no sea demasiado alegre, quizá no apetezca mucho con el bombardeo que necesariamente nos rodea estos días sobre este tema, lo sé, pero aún así ¿Te animas a compartir un café?
Una canción con alma. ¿Encerrada entre sus letras o soy yo quien se la pone al escucharla?
No se si importa en realidad.
Una canción, la música... chinchetas a las que agarrarse para no caer al vacío, para escapar de la noche más fría. Un grito de auxilio, una vía de escape al dolor, un deseo también y una esperanza...
Todo cabe, al escribirla, al interpretarla, al escucharla. Un puente, una vía de comunicación, un consuelo. Un lenguaje que todos entendemos, que no necesita traducción porque cada uno la entiende a su manera y todas las formas son buenas.
Pero no os preocupéis, que no hay que darle demasiadas vueltas al asunto. Creo que el alma y la música están bien liados en cada uno de nosotros y todos tenemos nuestras debilidades particulares.
El caso es que no puedo escuchar esta canción sin emocionarme. Me araña por dentro.
"si acaso no vuelvo a verte olvida que te hice sufrir"
"no quiero si desaparezco que nadie recuerde quien fui"
"volveré a por ti algún día, escaparemos de aquí" "agárrate fuerte a mi, María, agárrate fuerte a mi, que tengo miedo y no tengo donde ir"
¿Por qué? ¿Porque hay un niño por medio? ¿Por la forma en que murió Enrique Urquijo cinco años después de escribir esta canción dedicada a su hija? ¿Porque ella no fue suficiente para agarrarle a la vida? No importa. Quizá sólo es que me gusta el timbre de voz de este hombre y su forma de cantar.
Puede que sea sólo una canción y esto es sólo un post-chincheta.
Para los que os animéis a ver el vídeo, advierto que tiene una calidad muy mala, pero creo que la interpretación en directo merece la pena.
El
otoño pasó suave, casi de puntillas, como sin querer pasar. Y sin
embargo, su benevolencia no mejoró nuestro destino.
Aquí
estoy hoy, de ayer ya no me acuerdo y mañana ¿quien sabe?
Expuesta
siempre al capricho del azar, hoy arrumbada en este infinito desierto
de arena, agradezco el sol que sin rendirse a la tiranía del
calendario, calienta mis ateridos nervios.
Mañana
quizá, pobres de nosotras, semienterradas en esta húmeda playa sólo
podremos esperar a la fría ola que nos arrastre definitivamente a un
fondo sin luz.
No
hay escapatoria posible, nada puede hacerse para que la muerte no te
alcance. Y una vez que has caído del árbol que te sostenía y
alimentaba de nada sirve llorar por lo perdido, sólo queda
dejarse llevar por el viento.
Durante
un tiempo puede incluso ser divertido. Bailar y bailar, vueltas
rápidas y vueltas lentas, subir y bajar, mirar debajo de las faldas,
prenderse en un pelo rebelde, escapar a toda velocidad de unos pies
crueles en su indiferencia. Aún tienes fuerzas, aun tienes
flexibilidad y reflejos, aún sientes curiosidad por lo que se
esconde tras esa esquina.
Pero
poco a poco te quedas sin fuerzas, sin curiosidad y sin reflejos. Y
duele cada vuelo y cada golpe y temes cada sombra que te acecha. Y
esperas...
Una
playa no es el peor sitio en el que acabar tirada, la arena te acuna,
el sol llega sin obstáculos y pocos pies la transitan en estas
fechas. A veces las olas son dulces contigo, a veces...
Y
un día... el otoño se fue sin despedirse, y el invierno que
remoloneaba indeciso se sacude la melena y nos enseña los dientes.
...y
a nosotras ya no nos queda otro anhelo que dejar de ser, que
desintegrarnos o fundirnos con la tierra, con el aire, con el agua:
Me alejo, la distancia es cada día más grande. Intento alargar la mano y aferrarme a las palabras, pero se escurren como agua mansa, sin ruido y sin descanso. Se desdibujan las ideas, se deshacen los pensamientos, se difuminan los contornos, se funden las sombras con las luces y poco a poco pierdo consistencia y espacio. Blanda y deshilachada, como neblina de río, vago por los fondos limosos de los días, cada vez más perdida y extraña. Mientras me deslizo por la vertiente fría de este calendario sin lunas ni estaciones, clavaré chinchetas como migas a las paredes de mi casa para que marquen el camino de vuelta. Colgaré de ellas canciones con alma, fotos con sonrisas, un rayo de sol que no deslumbre, unos ojos verdes, un nombre amado, un dolor que no desgarre, una estrella de charol y una esperanza incierta.
¿Bajo que
aspecto o en que circunstancias podríamos encontrar juntos y bien
avenidos a materiales tan dispares y sin nada en común como unos
retales de tela, unos pedazos de cable eléctrico y unos palos de
madera?
Así, a bote
pronto, no se os ocurre nada ¿verdad? Son, por sí mismos, materiales
de desecho, restos sobrantes sin más destino que el basurero. Pero
para alguien como yo, con mi afición a la reconversión y el
reciclaje, casi todo merece una segunda o tercera oportunidad y no
doy casi nada por perdido. Así, cuando un día cualquier recorriendo
mi parque temático favorito (Leroy Merlin) encuentro algo que me
gusta y que, quizá, podría llevarme a casa sin demasiado coste por
otro lado, pero que enciende una bombillita en los recovecos
creativos de mi cerebro y empiezo a preguntarme como podría hacer yo
algo como eso, ya se ha iniciado un proceso imparable. Puede tardar
incluso meses, incluso años, en realizarse, puede permanecer adormecido, latente,
pero no dejará de salir a la superficie de vez en cuando y me hará
buscar distintas posibilidades y manejar distintas ideas hasta
encontrar el punto de encuentro entre lo que quiero conseguir y el
cómo llegar a ello con lo que dispongo.
De esta forma
se gestó la idea que reunió a los materiales mencionados en un
proyecto común. Es difícil, por no decir imposible, contar el proceso
mental que lleva a dar con la solución.
No os puedo decir si fue el
retal de tela el que se impuso o si fue primero la estructura y
después encontré felizmente ese pedazo ideal de tela para cubrirla.
Sí puedo deciros que los palos de madera llegaron en un paseo de
invierno por la playa, cuando la idea ya tenía una forma y un
desarrollo bastante definido. En una de esas extrañas conexiones que
establece nuestro cerebro, un viejo palitroque renegrido arrojado por
la marea sobre la arena, se dibujo en mi mente como el perfecto
complemento que necesitaba para dar originalidad a mi idea y ¡sin
tener que recurrir a la tienda de los chinos!
Ya tenía la
idea y los elementos necesarios, sólo necesitaba el tiempo para
llevarla a cabo, que puede parecer lo más sencillo pero que os
aseguro que a veces es lo más difícil de encontrar. Pero cuando no
hay apremio, ni necesidad, el tiempo tampoco tiene demasiada
importancia.
Los palos se dejan secar y se pintan, la tela se corta,
se sobrehíla y se le va dando forma, pieza a pieza... y en un día o
en dos, se remata la faena a la espera de que el resultado final se
aproxime a la idea original.
Y esto es lo
que surgió de tan extraña unión:
¿Qué que hay que ver? Sí, la foto no da detalles, pero es que el conjunto también tiene su importancia. Es necesario para entender la utilidad del invento. Pero tranquilos que, aunque no quedaron muy nítidas, os dejo la muestra de las abrazaderas que resultaron de la conjunción de unos materiales de desecho. Cada una con la personalidad que le presta su palito.
¿Qué os parecen? ¿Mereció la pena el trabajo? ¿Os gustan?
El
otro día os hablaba del protagonismo de la novela negra en mis
últimas lecturas y de entre ellas he elegido la trilogía de César
Pérez Gellida: Versos, canciones y trocitos de carne para compartir
mis impresiones con vosotros. Por nada en especial. No es que haya
sido mi preferida por encima de la demás novelas, o piense que es la
mejor entre ellas, pero quizá me parezca digna de destacar por la
complejidad de la trama, el ingente trabajo de investigación y
documentación que ha necesitado el autor para escribirla y porque
creo que tiene una notable calidad narrativa. Los tres títulos que
la componen son Memento mori, Dies Irae y Consumantum est y es
necesario leerlos en orden.
César
Pérez Gellida nos lleva en esta aventura por media Europa en pos de
un asesino en serie muy inteligente, organizado, detallista y
escurridizo que siembra de cadáveres un país tras otro sin que la
policía de ninguno de los países afectados ni la intervención de
la Interpol sea suficiente para echarle el guante.
La
historia comienza en Valladolid, ciudad en la que transcurre el
primer libro, Memento mori, donde conocemos a los personajes
principales y donde se establecen las bases que marcarán el
desarrollo de la obra completa. En el segundo no pararemos quietos ni
un segundo. En Dies irae se incorporan nuevos personajes y se inicia
un amplio periplo que nos llevará de Rusia a Italia y a los países
que protagonizaron en los años 90 el sangriento conflicto de los
Balcanes que cambió por completo el mapa que aprendimos de niños en
el colegio, dibujando nuevas fronteras y países. Algunos sucesos
ocurridos en esa guerra son decisivos en el desarrollo de la historia
que Pérez Gellida nos relata. En este punto tengo que pararme a
felicitar al autor por conseguir en el espacio de una novela (sin ser
el objeto de la misma) ofrecernos una visión clara de una guerra tan
compleja. A mi por lo menos me ha ayudado mucho a centrar y poner en
su sitio muchos conceptos confusos acerca de las distintas
nacionalidades y religiones que se mezclaban y confundían, sin que
consiguiera saber del todo quien era quien y que se dirimía en
aquella contienda. En el tercer y último libro, Consumantum est,
aunque comienza en Islandia, implicando a un nuevo y peculiar
comisario de policía y aún nos lleva de Alemania a Praga, acabará
volviendo al origen, a Valladolid, donde el primer equipo policial
con el inspector Sancho a la cabeza, volverá a tomar las riendas de
la investigación hasta su desenlace.
El
autor no sólo maneja con conocimiento y detalle esta compleja
multitud de escenarios sino que también siembra su obra con un buen
puñado de personajes interesantes y diversos. Por supuesto, las
estrellas son el asesino y el inspector vallisoletano al que
corresponde investigar los primeros casos, estableciéndose entre
ellos un autentico pulso en el que medirán su fuerza, su capacidad y
su resistencia física, intelectual y psicológica hasta convertirse,
por parte de ambos, en un asunto personal, muy personal. Un psicólogo
criminalista, especialista en análisis de conducta, con una marcada
personalidad y compleja historia particular y su hija, tendrán un
relevante papel en la historia, junto a la inspectora italiana Gracia
Galo, un adecuado contrapunto femenino, o el peculiar comisario
Olafsson, de la policía de Grindavik en Islandia, que a mi me ha
caído particularmente bien, forman parte de este conjunto de
personajes que apuntalan el complicado entramado de la persecución
de Augusto Ledesma.
Un
asesino poeta, amante de los libros y la música que acabaremos
conociendo a fondo hasta el punto, no de disculpar ni de justificar
de ningún modo sus acciones, pero sí de ponernos un poco en su
lugar, de meternos casi en su piel, de llegar a comprender de alguna
manera, como ha llegado a ser el que es. en lo que se ha convertido,
sin que ello suavice la repulsión y el escalofrío que semejante
personalidad causa. Lo conoceremos a través de los poemas que va
sembrando en cada cadáver que deja en su camino, haciéndonos
partícipes directos de la música que escucha a través de las
letras de las canciones, hasta componer una auténtica banda sonora
de la novela. A través del olor de sus cigarrillos y del detalle de
la preparación de un perfecto gin-tonic. Un personaje difícil de
olvidar.
César
Pérez Gellida ha compuesto una trilogía con una historia sólida,
trabajada y documentada, que no se queda en la mera narración de
unos hechos llenos de acción, sino que nos lleva hasta el fondo de
la mente y la personalidad de sus protagonistas, con un perfecto
dibujo psicológico de los personajes principales y alguno
secundario, manteniendo en todo momento el interés y la tensión. Es
imposible en este tipo de historias no especular con el final
preguntándote como rematará el autor su obra para que cuando
cierres el libro sueltes el aire contenido durante la lectura de las últimas páginas
en ese suspiro de satisfacción que produce una expectativa
satisfecha y por lo tanto una lectura redonda. Conmigo al menos lo ha
conseguido. Creo que el final está a la altura que la historia
merece.
Tanto
si sois asiduos del género como si simplemente buscáis un tiempo de
evasión con algo más que mero entretenimiento esta trilogía puede
ser una buena opción. Al acabar no sólo habremos pasado horas sin
ser conscientes de ellas, sumergidos en otro mundo y en otras vidas,
sino que además habremos aprendido mucho sobre procedimientos
policiales, política internacional, funcionamiento de mentes
criminales, sociópatas y psicópatas, sin perder de vista que todos,
en un lado y en otro, equivocados o no, somos seres humanos
imperfectos, condicionados por el entorno socio-cultural en el que
estamos inmersos y sujetos a nuestras pasiones, impulsos,
experiencias, conocimientos y razonamientos y sus infinitas
combinaciones, con la riqueza y el riesgo que eso supone.
No
puedo acabar sin comentaros que es difícil sustraerse a la
influencia de Augusto Ledesma y que yo he sucumbido a ella anotando
lecturas y escuchando algunas de las canciones que han ido
acompañando la lectura, con algún descubrimiento provechoso del que
os dejo una muestra. Y aunque no ha sido suficiente como para probar los famosos Moods con su aroma de vainilla, no he podido
resistir, sin embargo, la tentación de pedir un gin-tonic de
Hendrick's sin que la experiencia, por otra parte, haya producido ningún cambio
significativo en mi forma de entender la vida. Creo.