¿Quedamos a tomar café?

Yo me dispongo a tomarme algún que otro cafetito mientras tecleo, intentando pensar con cada sorbo y escribir entre uno y otro disfrutando de un momento especial en el que pueda volcar ideas, opiniones, sobre libros, música, imágenes, dar rienda suelta a algún que otro desvarío, desahogar algún grito, espero que también algo de humor, a través de esta gran ventana virtual.

Abierta queda. Si alguien quiere tomarse un café conmigo bienvenido sea.

martes, 24 de junio de 2014

Vacaciones escolares


   Un año más la llegada del verano marca el fin del año. Aunque lo parezca no es desorientación sino un simple desajuste con respecto al calendario oficial. Hay una frase de Luis Piedrahita en un  monólogo dedicado a los juegos, que me he apropiado y que coloco aquí y allá porque me parece aplicable a muchas situaciones y expresa una rotundidad incuestionable: “En mi casa jugamos así”. 

   Pues eso, en mi casa la regla dice que con el verano se acaba el año, el curso, una etapa, un ciclo… la denominación para el caso es lo de menos y el día concreto tampoco importa demasiado, esta pasada noche de San Juan, tan mágica y especial puede ser un momento tan bueno como cualquier otro. Por la misma regla, el nuevo año no comienza hasta septiembre, en cualquier otro día incierto que tampoco tiene mayor importancia.

   El verano… el verano es ese tiempo que sólo es útil si sirve para ESTAR de vacaciones, ¡ojo! Que no utilizo el verso IRSE sino ESTAR. No es necesario el movimiento, aunque es muy recomendable, sobre todo para espíritus inquietos y cuerpos urbanos.

   El caso es que yo para estas fechas estoy como los niños al final del curso: exhausta.
Posiblemente esté exhausta de mi misma y lo que más necesitaría sería tomarme una vacaciones de mí, sin tener que escucharme y soportarme, pero como eso de desprenderme de mi envoltura durante un tiempo y dejarla colgadita en un armario para probarme la piel y la mente de otra persona, es tan difícil como pretender tener vacaciones escolares, al menos voy a darle descanso a mi actividad bloguera, que por otro lado ya lleva un mes de junio desastroso.

   Por cierto, que ahora que lo escribo, en un ejercicio nuevamente inútil y absurdo, pero que precisamente por ello voy a darme el lujo de desarrollarlo, me pregunto que cuerpo elegiría calzarme en ese supuesto descanso veraniego y ya puestos no estaría mal que la mente fuera de elección independiente. Sin duda elegiría un cuerpo más joven, no necesito estar macizorra, me sirve estar en buena forma física y tener mucha energía y sobre todo elegiría una cabeza libre de cargas, exactamente igual que cuando vas a comprar un piso: no quiero inquilinos, ni realquilados, ni hipotecas ni impuestos pendientes. No es del todo recomendable que esté para estrenar, más vale que esté  bien amueblada y yo tenga la libertad de elegir los detalles que la personalicen para encontrarme a gusto en ella, pero tampoco tanto que tras el descanso no desee volver a mi vieja envoltura. Porque, no queda más remedio que reconocerlo, al final nada hay más cómodo que unos zapatos viejos y seguro que hasta echaría de menos ese lunar que me da los buenos días cada mañana desde el espejo.

   Y tras esta digresión, que ni tenía prevista ni venía al caso, pero que bien sirve para que os deis cuenta del estado al que me veo abocada con la llegada de los calores,  comprenderéis la imperiosa necesidad de este descanso bloguero, no ya por mi bien, sino principalmente por el vuestro. 

   No creo que se trate tampoco de un reposo absoluto, seguro que no podré ni querré resistir las ganas de pasar algún que otro día a tomarme un café por aquí y será un placer poder compartirlo con vosotros y también seguiré pasando a visitaros de vez en  cuando para mantenerme en contacto. 

¡¡Feliz verano y felices vacaciones!!

lunes, 9 de junio de 2014

Crisis

    Hace un par de horas tuvo que cerrar la ventana, no soportaba las voces y las risas de los niños en el parque. Ahora se asoma a ella, hastiada de las horas lentas y pesadas de la tarde. Intenta hacer pasar las horas sin que le rocen. Un par de ellas ante la televisión, tragando vidas ajenas, otro par entre las páginas de un libro, intentando anestesiar la mente. Hay muchas cosas por hacer, pero no tiene fuerzas o ganas de ponerse con ellas. Nada le apetece. 
   Fuera hace sol, una esplendida tarde en la que el verano empieza a mostrarse. Quizá salir a caminar sea una buena opción, andar rápido, cansarse, dejar que el aire, que aun refresca al atardecer, aclare algunas de las ideas más negras y el contacto con el bullicio de la calle, con la vida ordinaria del paseante de perros, de los ruidosos niños, de los grupos de amigos, de las parejas que pasean en silencio, ajusten el desequilibrio de su cabeza.
    Las manos en los bolsillos, la cabeza gacha, no presta ninguna atención a la luz ni al ruido, deja que las ideas sigan dando incesantes vueltas sin que lleguen a ningún sitio, sin que se diluyan, ni desmenucen. Aún así el ejercicio y su oxigenación consecuente le sientan bien. La opresión del pecho cede, la bola de angustia disminuye. 
    Recuerda cuando de repente un simple correo electrónico sin demasiada trascendencia hizo que una alarma de catástrofe se pusiera en marcha en su interior. Nunca ha creído en premoniciones ni nada por el estilo, pero no acierta a explicar esa angustia sin causa que le asalta a partir de entonces a cada momento preguntándose por donde va a caer el golpe. Y al final sucede. ¿Qué ha sido la causa y qué el efecto?
   Lo cierto es que en pocos días empiezan a sucederse y amontonarse contratiempos. Nada irreparable, ni demasiado grave, pero que van generando un clima de tensión y estrés que  le hacen perder pie y entra en crisis. Un cansancio de plomo se apodera de su ánimo y se pone en marcha el modo supervivencia. Sólo actúa para que los mecanismos básicos: dormir, comer, trabajar, funcionen con aparente normalidad.
   Vuelve a casa tras la breve escapada al mundo exterior. Constatar la indiferencia de ese mundo a sus particulares cuitas le permite mirarlas desde fuera y tomarles mejor la medida.
     –¡Ya estoy aquí! -grita al entrar.
   Se asoma al ordenador, ahí sigue en reposo. Pulsa una tecla. Mira lo que le muestra la pantalla, la imagen de inicio ante la que se sentó hace horas sin que fuera capaz de pasar de ahí. Pulsa el botón de apagado. Hoy tampoco sabe por donde empezar. 
    Es hora de hacer la cena, pone el piloto automático y su cara adopta la expresión adecuada a la situación. 

    Un día de estos volverá.